Hay cosas que solo de pensar, me hacen sonreír. Para los ajenos que me piden explicaciones, cualquier cosa que digo es inentendible, incomprensible, ilógico. Para mí y los míos, no hacen falta explicaciones…
La primera.
Las hostias. Las hostias naturales. Las hostias naturales blancas. Saben a nada, huelen a nada y las que me gustan, son blancas. ¿Puede haber algo más incoloro, inodoro e insípido aparte del agua? Puede que sí, pero este “algo” es mi favorito.
No hay momentos específicos o apropiados para disfrutarlas, solo unas ganas locas de comérmelas. Tengo unas cuantas en un repostero bajo mi cama – al resguardo de cualquier otro goloso; y cuando me hace falta algo de ‘confort’, saco un paquete y me lo como. En silencio - con bocados grandes; con bocaditos chiquitos; de a poquito o de una; las hago un sánduche con hostia blanca al centro, y hostias blancas afuera, y me como. Cerrando los ojos, sintiendo como se deshacen o se pegan en el paladar. Y el gozo es impresionante.
Muchas veces, a plena luz del día, voy a mi cuarto, cierro la puerta como si fuera a hacer algo prohibido y abro un paquete. A veces espero a que todos estén dormidos y me voy al mesón de la cocina y abro un paquete. Otras veces, que estoy en ánimos de compartir, me siento en la sala y abro un paquete. En el día, disfruto buscando las que están un poquito más tostadas, generalmente van al centro del paquete; y viendo el árbol del frente me deleito con su sinsabor. En la noche, con la oscuridad encima, disfruto el crujiente sonido, su impermanencia en la boca y en los sentidos; y disfruto cada sonido, cada momento.
Las hostias me traen recuerdos. Recuerdos gratos y felices. Me traen sonrisas. Como cuándo nos escapábamos con la Coky a la tienda cerca de María Auxiliadora para comprar un sucre de hostias, y rogar que la Ceci no se haya dado cuenta de la escapada; o el regalo del abuelo Luco para comprarlas al frente, donde las Agripinas con el sonido de su voz carrasposa que decía “tome muchacha”; o las hostias grandes redondas, doradas y dulces de la Madre Carlota del Colegio.
La segunda.
Dos galletas marías con crema de vainilla y cubiertas de chocolate (negro - en ese entonces, el saber de chocolates no era ‘in’, simplemente era chocolate más amargo que el resto). Los Tangos. Pero los grandes, los de siempre; no los chicos que saben a todo menos a Tango. Abrirlos y saborear cada trozo, lamer la envoltura cuando se ha desleído por el calor; o comerse arrastrándolo con los dientes desde la misma envoltura porque está tan roto.
Un Tango me hacer acuerdo del colegio, de las travesuras, de las monjas que no sabían qué hacerse conmigo, de la Pachi Contreras que siempre comía un Tango en el recreo. De las bolsas de sorpresas y las ollas encantadas. De la Tía July. De las locuras y de los pases a los novios de turno.
Es fácil unir los recuerdos felices a los sabores, y hoy por hoy, entre hostias y tangos recuerdo risas, sonrisas y camaraderías.
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