Luego del
almuerzo familiar salíamos a mashar en el jardín al frente de la casa. A veces
en la de campo. Migrábamos como golondrinas buscando el calor de la tarde. A
echarnos en el césped largo y picoso donde daba el sol. El olor del césped
pisoteado en la algarabía de poner los ponchos, almohadones y casacas resaltaba
la conexión con la tierra. La jardinera
cercana y sus rosas olorosas completaban la orquesta de olores.
"paula mashando" por graciela monsalve durán |
Todos nos
poníamos cabeza con cabeza. Hombro con hombro. Unos de espalda, la mayoría boca
abajo. Unos dormían el sueño de los justos, otros asimilaban el calor de la
tarde y los olores de la proximidad de la tierra, el resto entonaban la
conversa propia del llacta. La tertulia empezaba con lo delicioso del almuerzo
y poco a poco mutaba hacia el clima, el matrimonio del sobrino, la cosecha de
julio y la siembra en octubre.
Los que
estaban boca arriba jugaban a buscar formas en las nubes. Los que estaban boca
abajo buscaban tréboles de cuatro hojas – como si fueran éstos receta para la
felicidad. Con ahínco y perseverancia. Encontraban hormigas y arañas
saltarinas. Saltamontes asustados. Los que hablaban buscaban emociones en los
ojos de su interlocutor. Se veían claramente. Había conexión. Conexión con las
nubes – el aire; los tréboles como un bosque lleno de fauna minúscula – la
tierra; con nuestros seres queridos – el fuego, por el calor humano. Hacíamos una tertulia cálida y llena de
sentimientos.
Ahora,
apenas al almuerzo termina con la una mano llevamos el plato a la cocina y con
la otra revisamos el celular. La mirada fija en ese aparato frío y demandante.
Ese que nos indica permanentemente que hay algo ahí - lejos - que es más
importante que el calor humano cercano. Si no nos tropezamos es porque ya
conocemos el camino. De memoria, por la práctica permanente. Es imperante ver
qué pasó en el mundanal ruido durante nuestra ausencia cibernética. Esos breves
momentos dónde dejamos de tener amigos virtuales para socializar con los
reales. Con quiénes nos rodean y nos pueden dar un abrazo de esos
apapachadores.
Ya no
mashamos. Ya no nos miramos a los ojos con intención. Miramos a los ojos
buscando una pausa minúscula que permita desviar nuestra mirada al celular. A esa
lucecita que nos permite ausentarnos si bien estamos físicamente presentes. Ya
no conocemos el olor del césped pisoteado en la algarabía. Ya no podemos
discernir los olores de la jardinera cercana y sus rosas olorosas. Los
celulares todavía no han logrado emular ese sentido. Y poco a poco nos vamos
sumergiendo en una realidad virtual que nos conecta más con las máquinas y
menos con los humanos. Creo que la solución podría estar en volver a mashar…