La última vez que me confesé fue para mi matrimonio
eclesiástico. De esto ya casi 14 años. Para entonces ya llevaba unos buenos 10
años sin acudir al “Ave María Purísima, sin pecado concebida”. Luego de
arrodillarme en el confesionario, y decir la letanía requerida – me quedé en
blanco. No me acordaba qué era un pecado. O lo que es peor, no podía clasificar
mí accionar en pecaminoso o no pecaminoso.
Hurgué mi memoria y hallé el catecismo escolar. Ese
catecismo que nos hicieron repetir las monjas del colegio y que debíamos
sabernos de memoria so pena de caer en pecado. Junto con el recuerdo del
catecismo, también me vinieron los recuerdos del miedo de caer en pecado mortal
a mis 9 años. Y encima de eso no poder hacer la primera comunión.
El pánico de ir derechito al infierno por la pereza, esa que
no me dejó levantarme a tiempo y perdí el bus a la escuela. O la gula al
haberme comido también la olla encantada de mi hermanita que todavía no tenía dientes
y le tocó una mejor que la mía. O la soberbia de desear con todo mi corazón
ganar como ‘Niña Deportes’ cuando fui madrina del grado de mi hermano. O la
envidia de ver a mis amigas que tenían la colección de casitas de Fisher Price
y desear tenerlas también. Todo eso era pecado con rabo, no por algo estaban
catalogados como los Siete Pecados Capitales (si, con mayúscula).
Pero el catecismo no nos hablaba del pecado de la falta de
caridad – al hablar mal de la niña con los piojos en la cabeza que el siguiente
año ya no volvió al colegio católico. Ni tampoco del pecado de mirar con desdén
y arrogancia a quién pedía limosna luego de la misa dominical. O de la
importancia de tratar con respeto al humilde hombre que por ser albino y sin
casa se hacía de nuestros insultos y risas sarcásticas.
Lo cierto es que – para mí, el pecado es subjetivo y
ligado al imaginario de la religión. En esa última confesión, mis
pecados confesos fueron inventados o exagerados. La mayoría fueron tildados como tal por la mirada inquisidora del sacerdote en el confesionario. No me considero
libre de ‘pecado’ – y por eso trato de no lanzar la primera piedra, pero si me
considero un buen ser humano. Uno que entiende que la caridad es hacer algo
bueno, sin esperar la ovación de nadie; o uno que no se persigna en cada iglesia
pero si da una sonrisa al humilde y al desposeído; o uno que trata de compartir
de lo que tiene, no de lo que le sobra.
Mis hijos no conocen al pecado. Ellos conocen de buen
accionar o mal accionar. Y estos accionares tienen sus consecuencias – buenas o malas, en esta tierra y en este espacio. No
vivimos pensando en el ‘infierno’ de Dante, más bien tratamos de construir un ‘paraíso’
propio, terrenal y asequible en el aquí y el ahora.
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