lunes, 18 de febrero de 2013

Honorable vocal

    
Hace como dos meses me llegó el anuncio que había sido aleatoriamente escogida para servir como tercer vocal principal en mesa electoral. Y en vista que no tenía los $40 para la multa o el ánimo de pasar el trámite, me resigné y acudí a la JRV (Junta Receptora del Voto) #13 en la Galo Plaza.

Empecé mal. El despertador no sonó a las 06:00 am como esperaba (sonó a las 06:00 pm!) y a duras penas alcancé a vestirme y tomar una taza de té tibio con bastante azúcar y leche… y salí de urgencia a buscar taxi… tenía que estar a las 06h30 y ya eran las 06h36! Llegué a mi JRV y luego de solventar la falta de mi ‘nombramiento’ ingresé al recinto electoral por entre medio de unas 100 personas que esperaban afuera. Mis compañeras de jornada eran dos profesoras del Ministerio y una bióloga marina joven con otitis. Las profes ejercían como Presidenta y Secretaria, las dos biólogas – la joven y yo, éramos la mano de obra. Entre todas contamos los materiales: 300 papeletas para cada una de las cuatro dignidades, certificados de votación, certificados de presentación, cuatro esferos, almohadilla, sello, fundas, etc. Mi presidenta me dio la respetable tarea de entregar las papeletas electorales.

A las 07h00 sonó una campana y se abrieron las puertas. Y entraron hombres, mujeres, niños y perros. Un río de gente que se apuraba empujando para ir a esperar. La carrera era para pedir el ‘papelito’ o certificado de presentación. Doctoras apuradas, madres con cuatro niños soñolientos, marineros francos del barco de turismo, gente de aerolíneas camino a Baltra. Apuro, impaciencia, zozobra y, después, silencio.

Entre las cuatro de la JRV nos acompañamos. Todas cumplimos a cabalidad las tareas. La presidenta firmaba las papeletas, la secretaria revisaba el padrón para empadronados, la bióloga con otitis buscaba los certificados y yo entregaba las papeletas. Precisión al minuto, casi como reloj suizo. Pero había momentos que me sentía como mesera en esos restaurantes dónde no hay comensales. Afuera hay mucha gente, todos buscan dónde ir, pero todos van al restaurante de al lado. Para medio día habíamos atendido a 97 ‘comensales’ y temíamos a las 16h45, dónde todas las atrasadas llegarían de una y el reloj suizo se acordaba que era ecuatoriano y dejaba de marchar con precisión.  

A las 17h00 en punto sonó el campanazo dando fin a la jornada electoral. Atendimos 229 votantes. Y empezó el proceso del conteo. La apertura de las urnas y la separación por candidato, por voto en plancha, por voto unipersonal, por votos nulos y por votos blancos.  Todas cumplimos a cabalidad las tareas post sufragio. La bióloga con otitis cantaba los nombres de las papeletas, la presidenta y yo apuntábamos en las hojas de borrador lo que cantaba la bióloga con otitis, la secretaria pasaba a limpio lo que apuntábamos en las hojas borrador lo que cantaba la bióloga con otitis. A las 21h45 la bióloga con otitis ya estaba más sorda y se fue al hospital, quedando solo las tres para continuar con el proceso. Para las 23h30 por fin pusimos los resultados en las fundas, que luego iban en otras fundas, para luego ponerlas en otras fundas que iban en un cartón que se llevó el oficial de la Marina que nos acompañó en firme todo el día. En medio del conteo llegó el representante del ‘conteo rápido’ y nos interrumpió para pedir que le demos unos datos, y nos tocó contar de nuevo. 

Por el ‘honor’ de haber ayudado con el proceso electoral de 17 horas nos pagaron $20. De ahí nos pagamos el agua para el calor, los chicles para el aburrimiento y el almuerzo para el hambre. Ya no alcanzó para la cena. Pero eso sí, la satisfacción del deber cumplido… cierto?

[publicado con modificaciones en Diario El Tiempo de Cuenca el 17 de marzo del 2014 - http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/8603-honorable-vocal/]

miércoles, 13 de febrero de 2013

hostias y tangos



 Hay cosas que solo de  pensar, me hacen sonreír. Para los ajenos que me piden explicaciones, cualquier cosa que digo es inentendible, incomprensible, ilógico. Para mí y los míos, no hacen falta explicaciones…

La primera. 

Las hostias. Las hostias naturales. Las hostias naturales blancas. Saben a nada, huelen a nada y las que me gustan, son blancas. ¿Puede haber algo más incoloro, inodoro e insípido aparte del agua? Puede que sí, pero este “algo” es mi favorito. 

No hay momentos específicos o apropiados para disfrutarlas, solo unas ganas locas de comérmelas. Tengo unas cuantas en un repostero bajo mi cama – al resguardo de cualquier otro goloso; y cuando me hace falta algo de ‘confort’, saco un paquete y me lo como. En silencio - con bocados grandes; con bocaditos chiquitos; de a poquito o de una; las hago un sánduche con hostia blanca al centro, y hostias blancas afuera, y me como. Cerrando los ojos, sintiendo como se deshacen o se pegan en el paladar. Y el gozo es impresionante.

Muchas veces, a plena luz del día, voy a mi cuarto, cierro la puerta como si fuera a hacer algo prohibido y abro un paquete. A veces espero a que todos estén dormidos y me voy al mesón de la cocina y abro un paquete. Otras veces, que estoy en ánimos de compartir, me siento en la sala y abro un paquete. En el día, disfruto buscando las que están un poquito más tostadas, generalmente van al centro del paquete; y viendo el árbol del frente me deleito con su sinsabor. En la noche, con la oscuridad encima, disfruto el crujiente sonido, su impermanencia en la boca y en los sentidos; y disfruto cada sonido, cada momento.

Las hostias me traen recuerdos. Recuerdos gratos y felices. Me traen sonrisas. Como cuándo nos escapábamos con la Coky a la tienda cerca de María Auxiliadora para comprar un sucre de hostias, y rogar que la Ceci no se haya dado cuenta de la escapada; o el regalo del abuelo Luco para comprarlas al frente, donde las Agripinas con el sonido de su voz carrasposa que decía “tome muchacha”; o las hostias grandes redondas, doradas y dulces de la Madre Carlota del Colegio. 

La segunda. 

Dos galletas marías con crema de vainilla y cubiertas de chocolate (negro - en ese entonces, el saber de chocolates no era ‘in’, simplemente era chocolate más amargo que el resto). Los Tangos. Pero los grandes, los de siempre; no los chicos que saben a todo menos a Tango. Abrirlos y saborear cada trozo, lamer la envoltura cuando se ha desleído por el calor; o comerse arrastrándolo con los dientes desde la misma envoltura porque está tan roto. 

Un Tango me hacer acuerdo del colegio, de las travesuras, de las monjas que no sabían qué hacerse conmigo, de la Pachi Contreras que siempre comía un Tango en el recreo. De las bolsas de sorpresas y las ollas encantadas. De la Tía July. De las locuras y de los pases a los novios de turno.

Es fácil unir los recuerdos felices a los sabores, y hoy por hoy, entre hostias y tangos recuerdo risas, sonrisas y camaraderías.