miércoles, 11 de diciembre de 2013

gracias, Mandela...

En 1985 y 1986 fui voluntaria activa de Amnistía Internacional. Tenía 14 años y ganas de luchar contra la injusticia. Gracias a Amnistía conocí a gente muy valiosa y ahora muy querida. Gracias a Amnistía conocí más a fondo el luchar de Nelson Mandela. Gracias a Amnistía escribí una carta mensual a PW Botha, el entonces presidente de Sudáfrica y líder del partido político que lideraba el apartheid, solicitando la libertad de Mandela. Gracias a Amnistía escribí una carta mensual al propio Mandela dándole ánimo y diciéndole que afuera de Sudáfrica habíamos gente que estábamos con él, que estábamos gestionando su justa liberación. Gracias a todo esto, pude entender lo valioso que es luchar por lo que uno cree.

Desde la época del ‘Show de Bill Cosby’, cuando una de sus ‘hijas’ se fue de misionera a África, yo deseaba irme allá. Al África negra, misteriosa y maravillosa. Me provocaba ver desde adentro el continente negro; el sentirme como ‘minoría’ en un continente vasto con varios tonos de negro y café; me alucinaba la idea de tratar de entender qué pasaba en África y cómo había llegado a dónde estaba. Sudáfrica y Mandela estaban alto en la lista de prioridades. Cruzar el Atlántico y fijar rumbo por esos lares.

En 1997, me fui a vivir a Sudáfrica. Mandela era Presidente. El primer presidente negro en la historia republicana. En Sudáfrica preguntaba a quien podía, cómo fue vivir en la Sudáfrica de antes. La que Mandela luchó para que no sea permanente. Me contaron poco, mucho y nada. Pero se me quedaron ejemplos como la prueba del lápiz en el pelo. Si el lápiz se quedaba cuando se ponía en el pelo, la persona no era de raza blanca. Y ahí empezaba el degradé de colores y maltratos. En Amnistía, una vez vi un poster blanco. En el centro - un lápiz amarillo con borrador rojo. El típico. El poster decía que éste es un instrumento de tortura. Lo que nunca imaginé era ‘cómo’ éste era un instrumento de tortura.

En Ciudad del Cabo, vi Robben Island dónde Mandela rompió rocas por 18 años. Pasaba por lo menos tres veces por semana por Pollsmoor, la cárcel dónde estuvo encarcelado por seis años; y estuve en la zona de Paarl donde estuvo bajo arresto domiciliario por  dos años y de donde salió a la libertad en 1990. Pasaba a diario por la Casa Presidencial en Ciudad del Cabo. Hoy por hoy, todavía celebro el 27 de abril – el día de la Libertad en Sudáfrica. Las primeras elecciones democráticas no raciales dónde ganó Mandela en 1994.

Previo a las elecciones del ‘94, se generó un éxodo masivo de sudafricanos blancos. Emigraron por el miedo propio de haber sido parte una minoría autoritaria, déspota y cruel. Imaginaban una ola de cambio violento. Los no-blancos se preparaban para recuperar – por los medios que fueran, lo que merecían y les pertenecía. La dignidad, sobre todo. La transición, liderada por Mandela, fue única. No hubo una guerra civil, no hubo forcejeos. El carisma de Mandela logró que Sudáfrica se convierta, orgullosamente, en la nación arcoíris. Aquella en la que los tonos de piel ya no eran degradé. Eran diversidad, riqueza y fortaleza

Un día, mientras trabajaba de mesera en un restaurante de un centro comercial, oí que Mandela estaba cerca. No pensé en nada, con delantal y la cuenta de una mesa, salí corriendo. Ahí lo vi sonreír mientras saludaba a un guardia de seguridad. Estaba como a 10 metros. Le vi estrechar manos y sonreír. Yo sonreía. El sonreía. Todos sonreíamos. Esa era la nueva Sudáfrica. Un país reconstruido por Mandela y la voluntad de los sudafricanos.

Todavía hay trabajo por hacer en Sudáfrica. Falta camino que recorrer para una reconciliación profunda. Pero el camino iniciado por Mandela está sobre buenas bases. Sus enseñanzas de tolerancia, unidad, Ubuntu y de fortaleza en la diversidad deben ser acogidas por todos.

A Mandela no le llora solo su clan en particular. O Sudáfrica en general. A Mandela lo lloramos todos. Sin importar nuestro color de piel o idioma. Le lloramos  el mundo entero. Su vida, obra y carisma es global. Fue un ciudadano del mundo. Sus enseñanzas deben ser imbuidas a nivel celular. En la esencia misma de nuestra vida.  Solo así podremos hacer de esta diversidad humana, la herramienta para la construcción de un presente mejor. El futuro nunca llega. Es el ahora el que debemos mejorar.

Buen viento y buena mar Mandela… Así como escribí para tu liberación en la década de 1980, ahora te escribo para decirte que gracias a ti, soy una mejor persona…

[Publicado originalmente en el Diario El Tiempo de Cuenca el sábado 7 de diciembre del 2013 bajo http://www.eltiempo.com.ec/noticias-cuenca/133818-gracias-mandela/. El texto original fue publicado el 4 de julio del 2013 en este blog ante la noticia de la hospitalización de Mandela y el protagonismo de sus familiares en los medios de prensa mundial.]


lunes, 2 de diciembre de 2013

viendo volando

Hoy viajé a Quito. La primera vez en mucho tiempo. La primera vez en que lo único que quería era sentarme y ver el paisaje por la ventana del avión. En los 150° de visión desde mi ventana aérea, se vieron montañas y los planos costeros.  Mi ánimo era ese, el contemplativo.

Hoy es la primera vez que veo el callejón interandino comprendido entre Cuenca y Quito en su totalidad. Vi montañas escarpadas y otras redondas. Vi serpientes de concreto y asfalto ondulantes. Esas que nos unen en abrazos, prosperidad, desarrollo y progreso. Vi casas, construcciones, carros y – con algo de imaginación – personas. Humanitos, como dice mi hijo Theo.

Vi montañas secas y con sed, de color café. Otras de color plomo. El plomo que nos ponemos cuando estamos tristes. Vi remanentes de bosque nativo y chaparro que se escondían en encañadas. Vi ríos ondulantes llevadores de vida. Vi parches verdes rodeados de tierra suelta. Como refugiados de guerra en un ambiente hostil. Vi parches de verde colorido, de amarillo colorido. De café sin color.

Vi lagunas rodeadas del verdor propio que da el agua – la fuente de vida. Las vi huérfanas. Solas luchando contra un desierto que avanza a pasos agigantados. Vi parches de vegetación protegidos por árboles. Como peones en enroque. Protegiendo al rey del jaque.

Vi el majestuoso Chimborazo sin su túnica blanca. Estaba con calor. Solo tenía nieve en la cima y en el flanco oriental. Se veían las laderas aluviales con surcos, grietas y encañadas plomas. Del plomo triste.  Le vi triste. Me vi – a mi misma – triste. También vi a los Illinizas con un piti de nieve en la punta más puntuda del uno, que soportaba la mirada envidiosa del otro que no tenía nada.

[Foto del Chimborazo el 28 de noviembre 2013, Verónica Toral]

Vi invernaderos rectangulares, como la columna vertebral de la producción, armónicos entre sí. Que representan, en su mayoría, jaulas de vegetación foránea. Vi canteras amarillas flanqueadas por quebradas escarpadas y humanitos en franco movimiento.

Hoy es la primera vez que veo a mi país de sur a norte – casi completo. Es la primera vez que lo veo y me siento triste. Triste por el avance humano y su ola cambiante. Ese progreso que nos está quitando el mismo sustento del desarrollo. Es un círculo vicioso.

Triste porque mi vecino de asiento no se inmutó cuando le mostré el majestuoso Chimborazo agonizante, o los Illinizas moribundos, o las nubes de polvo entre medio. Triste porque ni bien aterrizamos en Quito, todos prendimos el celular y nos paramos apretados a esperar que nos abran la puerta a lo cotidiano. El Chimborazo acalorado no nos hizo mella.


¿Qué pasará con nuestro Escudo Nacional si el majestuoso Chimborazo ya no es tal?

[publicado el 6 de diciembre del 2013 en el Diario El Tiempo de Cuenca  http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/8075-viendo-volando/]