sábado, 19 de abril de 2014

Escarabajos

Este sábado pasado día vi como un niño chico, de unos 5 años de edad, pisoteaba con premeditación y alevosía – como dirían los entendidos – a un pobre escarabajo. El pobre estaba ya más aplanado que el coyote del correcaminos, pero el niño seguía dándole con saña. Tenía una sonrisa en la cara. El niño, no el escarabajo – éste último ya no tenía ni cara. Los adultos alrededor del niño no se inmutaban y conversaban del clima y del precio del arroz.

Hace un par de semanas mis hijos me contaron – horrorizados y muy tristes, como dos niños jugaban una mezcla de futbol y vóley con un pulpo. Se reían viendo al pobre animal estirar sus tentáculos - los ocho a la vez, tratando de agarrar el aire para evitar ser lanzado al vacío. El espectáculo provocaba la risa y carcajada de niños y adultos. Al final, el pulpo y sus ocho brazos ya no eran uno. Era una masa amorfa, que a la final solo quedo en cabeza y tres tentáculos. Los adultos alrededor de los niños no inmutaban, más bien se reían y seguían comentando del clima y del precio del arroz.

Ayer, cuando fui a la orilla del mar a ver el atardecer - a conectarme y desenchufarme – vi como una niña rompía una rama de mangle. No importaba que el mangle esté protegido por las leyes ecuatorianas, ni que sirva de albergue a pelícanos y más aves marinas, ella obvió mi amonestación y siguió rompiendo el árbol. El padre de la niña no se inmutó. Siguió conversando del clima y del precio del arroz, mientras la niña ponía más esfuerzo en romper esa y otra rama más.

Ayer, mientras caminaba por el pueblo en el que vivo, un grupo de niños lanzaban piedras a un pobre perro flaco y tímido que estaba atado con una cadena más grande que él a un palo más flaco que su propia pata. Un perro con un poco de autoestima hubiera podido halar su cadena y romper el palo. Todos se reían viendo al pobre perro tratar de escabullirse de la lluvia de piedras. Me detuve ante la mirada de tristeza del perro y pedí que paren. Se me rieron en la cara y continuaron. Salió su madre (o habrá sido tía) y me recriminó por haber osado en cortar la diversión.

Es triste haber llegado a este punto. Sé que hay excepciones, pero parece que éstas son pocas. Y – desafortunadamente – quiénes hacemos esas excepciones somos mirados como eso. La norma destaca otro comportamiento. Ejercer el derecho absoluto a ser los amos de la naturaleza, de sus seres y creaturas (¿o son criaturas? – de crear o de criar) y con ellos el tratar mal a propios y ajenos. Al ser los seres más inteligentes antropomórficamente hablando, debemos enseñar y practicar respeto. Respeto a todos y a todo. Solo así podremos asegurar llevar con honra ese ‘título’ tan honrosamente ganando a la larga de la carrera evolutiva. 


[Publicado originalmente en el Diario El Tiempo de Cuenca el sábado 19 de abril del 2014 en http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/8779-escarabajos/]

viernes, 21 de marzo de 2014

ella baila sola

Me gusta salir sola. Me gusta salir a comer, bailar, pasear sola. Me gusta, entre otras cosas, la reacción que causa. Una mujer sola se percibe como abandonada, triste, incompleta. Para mi es al revés. Me siento completa en mi compañía. Me siento una.

Cuando salgo a bailar sola me gusta el poder ensimismarme en el ritmo, en sentir la música en mi pecho e imaginarme colores que salen de los parlantes. Y bailo sin tapujos. Sin apariencias. Sin inhibiciones. Cuando bailo sola, no falta quien venga a sacarme a bailar. No falta quien me mire y se sonría. No falta quien diga lo que diga. Para mí solo hay el sonido, la cadencia del movimiento, la felicidad de tener un metro cuadrado donde puedo desenvolverme a mi gusto.

[diseño por afterglowstudio]

Cuando salgo a cenar sola, generalmente cuando estoy de viaje, me gusta contemplar la gente; y ver como ellos me contemplan. Muchos – por no decir todos, se pasan la historia de mi vida. Algunos se acercan y me preguntan si estoy bien y si deseo compañía. Respondo que sí, que estoy bien; que no, no deseo compañía. Disfruto del placer de cada bocado sin la necesidad de la prisa para dar paso a la palabra. Saboreo los sabores y disfruto de las texturas. La consuetudinaria copa de vino blanco se hace más fresca, más chispeante. Su aroma y cuerpo toman más fuerza. El momento es de uno, un duelo de gustos, olores y colores.  

Cuando salgo a pasear sola me gusta el espacio. La falta de preocupación de responder a otra persona. Me gusta que no tengo que hacer nada más que poner el un pie frente al otro e ir hacia adelante. O hacia atrás. Que puedo parar, mirar, descansar, contemplar, perderme en ese momento sin dar explicaciones. Sin miramientos. Sin el apuro de hacerlo rápido para no molestar, para no agobiar al resto, para continuar con la manada. Me gusta sentarme a ver pasar la gente, ver pasar la vida. Ser espectador desde adentro de la película. Me gusta respirar el aire que respira el resto, sentirme parte de un todo – a pesar de estar completa en mí mismo.

La soledad es subjetiva. Lo que para uno puede ser un momento de respiro al trajín del día a día, para otros puede ser motivo de preocupación y desazón. Lo cierto es que todos vivimos nuestra vida de la mejor manera posible, y no siempre es posible entender – o tratar de entender – lo que para uno es inentendible. Mi abuelo siempre decía que hay que ponerse en los zapatos del otro, y esto aplica hasta para esas cosas – como una mujer sola – que ciertos cánones dicen que no deben ser así. Mi soledad está bien acompañada, me tiene a mí misma. Así ya somos dos.

[publicado en Diario El Tiempo de Cuenca el 24 de marzo del 2014 en el siguiente link: http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/8642-ella-baila-sola/]


lunes, 3 de febrero de 2014

el buen año

 “Este año fue bueno conmigo” – me dijo doña Petrona entre abrazos y cuetes. Para ella, el que su vida haya sido buena en el 2013 fue gracias al año. No a su forma de vida sencilla y cálida, o a la presencia permanente de sus hijos que la llenaron de nietos, de risas y alboroto, o a Don Felipe, quién le lee novelas rosa por las noches. Ella no ve que ha forjado su felicidad casa adentro. Por ella. Por los suyos. Supongo que este nuevo año tendrá igual responsabilidad.

Es fácil pedir que el 2014 nos llene de cosas gratas. De cosas que placenteras. Que nos dé lo que no tenemos o nos devuelva lo que perdimos. Que haga por nosotros el trabajo y se nos ponga en bandeja de plata lo deseado. Así, sin mucho esfuerzo. Nos llenamos de cábalas y supersticiones para pedir lo que creemos que nos hace falta. Viajes, dinero, salud, felicidad. Unos queremos cosas tangibles, otros las intangibles. Pero todos queremos algo.

Es muy fácil poner en otros la responsabilidad de nuestro bien-estar. De esta forma como que nos lavamos las manos y si al final del día (en este caso, del año) no tenemos lo que nos creemos merecedores, le echamos la culpa al año.

El hacer del 2014 el año más fantástico posible, es cuestión de uno. Es cuestión mía. No es responsabilidad del ‘año’ el hacernos más felices, más guapos, más bacanes, más saludables o más exitosos. Es nuestra responsabilidad. Para lograrlo, se debe buscar la raíz de la felicidad. Las cosas sencillas. Volver a ver todo con ojos inocentes. Maravillarnos con lo sencillo. Abrazar mucho. Llorar lágrimas gordas de felicidad y lágrimas flacas de tristeza. Disfrutar de lo cotidiano. Sonreír más. Reír a carcajadas. Ir detrás de ese sueño archivado en la memoria. Ser mejores en las tareas diarias. Comer con gusto y sin conciencia. Sentir la lluvia al caer de la punta de la nariz. Oler la tierra mojada y el pan que sale del horno. Ver más atardeceres. Oír el murmullo del río.

Esto brindará una cadena de energía positiva que va a hacer que recordemos al 2014 como un buen año. Que la felicidad estuvo con nosotros. Tal vez falten algunas cosas materiales, pero al fin del día (en este caso, del año) el bagaje de recuerdos, memorias y satisfacciones que quedan nos harán notar que lo que cuenta es lo intangible. Que el resto es solo un placebo que nos confunde y tapa la verdadera fuente de felicidad. Lo material se descompone, se daña y se pierde. Las cosas sencillas nos dan calor en momentos de frío interno, nos sacan sonrisas espontáneas, nos recuerdan que estamos vivos. El vivir así el 2014 nos hará más felices, más guapos, más bacanes, más saludables y más exitosos. Solo depende de la óptica con la que nos miremos. 

[Escrito original para Diario El Tiempo de Cuenca, publicado el 1 de febrero 2014 http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/8370-el-buen-aa-o/]


viernes, 31 de enero de 2014

Sonidos y palabras

Es chistoso cómo los sonidos crean expectativas.

El ‘piiinn’ del WhatsAPP, el ‘cricri’ del BBM, el ‘pong’ del sms, el ‘taran’ del email o el ‘riiiiiiing’ del teléfono. Todos esos sonidos hacen pensar en algo en particular, que – en ocasiones – tiene que ver con lo que se vive en ese momento. Un algo que evoluciona en el proceso de aplastar el botón para satisfacer la curiosidad. Una noticia – buena o mala, una sorpresa, y hasta incertidumbre cuando no esperamos nada. Lo cierto es que nuestro oído ha creado una respuesta condicionada – como los experimentos de Pavlov – al universo de sonidos incluidos en nuestros aparatos electrónicos diarios.

Hay veces que ignoramos un sonido en particular, mientras que hay otros sonidos que nos llevan a salirnos de la ducha enjabonados. También podemos escoger ignorar todos los sonidos. Esa ignorada que no nos deja tranquilos. Que nos mantiene al vilo, alertas por un acaso sea algo importante, o urgente, o básico. Ignoramos, pero no olvidamos.

Hay veces en que un sonido nos da mariposas en el estómago. Esa contorsión de la barriga que nos moja la imaginación. Muchas veces las mariposas se van volando no más y nos dejan con la sensación de estar en este tiempo y espacio. Pero cuando las mariposas se convierten en una manada de ñus en migración por el Maasai Mara es cuando la sonrisa está a flor de labios. Varias son las causas generadoras de estas mariposas: viajes, satisfacciones, amores, reuniones. O hay las del susto también.

O el sonido del ‘biiiiip’ del microondas que anuncia esa taza de té para el alma. Sobre todo cuando es necesaria una pausa en el corre-corre. Cuando hay que recuperar la vitalidad al contemplar el calor en formas de ondas de vapor. Caprichosas en su mecer aéreo – como gimnasta de telas – ante la brisa del trajinar cotidiano. Ese calor reconfortante que nos dice que todo es pasajero.

Otro sonido sabroso es el ‘plop’ que anuncia la separación del corcho con la botella de vino. Que invita a oler el corcho y entender la calidad del sabor que viene en camino. La antelación del sabor venidero. La idea de verter en una copa un líquido con cuerpo y voluntad propia; de saborearlo, de olerlo. De ver sus piernas estrecharse a lo largo de la copa. De cerrar los ojos y decir que la vida es buena.

Nuestros sentidos están permanentemente atiborrados de estímulos. El diario quehacer nos hace que pongamos más atención a uno que a otro, y en el proceso nos olvidamos de recordar el canto del gorrión; el sonido que hacen las alas del colibrí que liba las flores del jardín; el ronronear del gato satisfecho; el sonido de la respiración de quienes amamos. Los sonidos pueden traernos al presente, y nos ayudan a viajar al pasado. Pero lo más importante de un sonido, es la capacidad de hacernos dar cuenta de cuanta suerte tenemos al ser capaces de oír.


jueves, 16 de enero de 2014

mi primera vez

Todos – creo, nos acordamos de la primera vez. Yo tengo muy presente la mía. Me acuerdo el lugar, la hora y con quién estaba. Esto de muchas de mis primeras veces.

Esa primera vez que comí alcachofas. Una cosa verde oscura con pétalos que me decían que era muy rica. Me enseñaron a sacar los pétalos y comer esa gota de carne raspando con los dientes. Con o sin aderezos. Con un plato adicional para poner el 90% de la alcachofa que no se comía. Recuerdo cómo – casi de premio, el sábado luego de las compras semanales había de entrada alcachofas. Recuerdo también, la primera vez que nos contaron que había el corazón de la alcachofa y pude disfrutar a bocados grandes su sabor.

Recuerdo también la primera vez que fui a la playa. Sentí primero la arena mojada y luego el mar entre los dedos del pie. Siempre íbamos a la playa. Cada año y cada año era la primera vez que íbamos ese año. No repetíamos el viaje, era muy lejos y largo. Me mareaba y el viaje no era placentero. No había una segunda vez por año. Solo y siempre, una primera vez.

O la primera vez que comí sushi. En realidad sashimi. Directo desde el espinazo del pescado con aderezo de mar y algo de arena. Las hijas de mi jefa tenían una columna de pescado cada una y lo saboreaban como si fuera algodón de azúcar. En ese viaje tuve muchas primeras veces. Todas eran diferentes y mágicas gracias a la conversa con los panas, la sazón diferente de los chefs con ínfulas de internacionalismo, la ausencia de etiqueta y protocolo y el disfrute al máximo. Luego llegó el sushi, con algas, arroz soposo y atún fresco. Hoy por hoy, cuando como sushi  por primera vez en un día, recuerdo ese día mágico de mi primera vez.

También es la primera vez que veo la luna llena en este mes. En este año. Y no paro de maravillarme de lo perfecta que es. La ausencia de estrellas a su alrededor crean el marco perfecto para su redondez. A veces la veo sola, a veces en compañía. Ella sola o yo sola. La misma diferencia. A veces en aquelarre, que es muy diferente a la compañía usual. Pero siempre hay una primera vez para verla en ese día, mes, año.

Una primera vez no debería contar solo cuando es la primera vez en la vida de uno. La vida está hecha de momentos, y cada momento gracias a sus características especiales, es único. Deberíamos aprender a valorar la unicidad de ese instante y catalogar todo como la primera vez. Eso hacen los niños. Se maravillan con todo y se vuelven a maravillar con ese todo cada vez. Sus primeras veces son incontables, eternas y maravillosas. Y son felices en la inocencia, en la falta de arrogancia de quién lo hizo, lo vio o lo sintió primero. La primera vez, siempre será la primera. No importa cuántas veces hayan pasado. Me gusta ver la vida bajo esa óptica, me da ganas de vivirla más. Al fin y al cabo, para lo único que si hay una sola primera vez, es para cuando morimos…

[Publicado en el Diario el Tiempo de Cuenca, Ecuador el 22 de febrero 2014 - http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/8486-la-primera-vez/]

miércoles, 11 de diciembre de 2013

gracias, Mandela...

En 1985 y 1986 fui voluntaria activa de Amnistía Internacional. Tenía 14 años y ganas de luchar contra la injusticia. Gracias a Amnistía conocí a gente muy valiosa y ahora muy querida. Gracias a Amnistía conocí más a fondo el luchar de Nelson Mandela. Gracias a Amnistía escribí una carta mensual a PW Botha, el entonces presidente de Sudáfrica y líder del partido político que lideraba el apartheid, solicitando la libertad de Mandela. Gracias a Amnistía escribí una carta mensual al propio Mandela dándole ánimo y diciéndole que afuera de Sudáfrica habíamos gente que estábamos con él, que estábamos gestionando su justa liberación. Gracias a todo esto, pude entender lo valioso que es luchar por lo que uno cree.

Desde la época del ‘Show de Bill Cosby’, cuando una de sus ‘hijas’ se fue de misionera a África, yo deseaba irme allá. Al África negra, misteriosa y maravillosa. Me provocaba ver desde adentro el continente negro; el sentirme como ‘minoría’ en un continente vasto con varios tonos de negro y café; me alucinaba la idea de tratar de entender qué pasaba en África y cómo había llegado a dónde estaba. Sudáfrica y Mandela estaban alto en la lista de prioridades. Cruzar el Atlántico y fijar rumbo por esos lares.

En 1997, me fui a vivir a Sudáfrica. Mandela era Presidente. El primer presidente negro en la historia republicana. En Sudáfrica preguntaba a quien podía, cómo fue vivir en la Sudáfrica de antes. La que Mandela luchó para que no sea permanente. Me contaron poco, mucho y nada. Pero se me quedaron ejemplos como la prueba del lápiz en el pelo. Si el lápiz se quedaba cuando se ponía en el pelo, la persona no era de raza blanca. Y ahí empezaba el degradé de colores y maltratos. En Amnistía, una vez vi un poster blanco. En el centro - un lápiz amarillo con borrador rojo. El típico. El poster decía que éste es un instrumento de tortura. Lo que nunca imaginé era ‘cómo’ éste era un instrumento de tortura.

En Ciudad del Cabo, vi Robben Island dónde Mandela rompió rocas por 18 años. Pasaba por lo menos tres veces por semana por Pollsmoor, la cárcel dónde estuvo encarcelado por seis años; y estuve en la zona de Paarl donde estuvo bajo arresto domiciliario por  dos años y de donde salió a la libertad en 1990. Pasaba a diario por la Casa Presidencial en Ciudad del Cabo. Hoy por hoy, todavía celebro el 27 de abril – el día de la Libertad en Sudáfrica. Las primeras elecciones democráticas no raciales dónde ganó Mandela en 1994.

Previo a las elecciones del ‘94, se generó un éxodo masivo de sudafricanos blancos. Emigraron por el miedo propio de haber sido parte una minoría autoritaria, déspota y cruel. Imaginaban una ola de cambio violento. Los no-blancos se preparaban para recuperar – por los medios que fueran, lo que merecían y les pertenecía. La dignidad, sobre todo. La transición, liderada por Mandela, fue única. No hubo una guerra civil, no hubo forcejeos. El carisma de Mandela logró que Sudáfrica se convierta, orgullosamente, en la nación arcoíris. Aquella en la que los tonos de piel ya no eran degradé. Eran diversidad, riqueza y fortaleza

Un día, mientras trabajaba de mesera en un restaurante de un centro comercial, oí que Mandela estaba cerca. No pensé en nada, con delantal y la cuenta de una mesa, salí corriendo. Ahí lo vi sonreír mientras saludaba a un guardia de seguridad. Estaba como a 10 metros. Le vi estrechar manos y sonreír. Yo sonreía. El sonreía. Todos sonreíamos. Esa era la nueva Sudáfrica. Un país reconstruido por Mandela y la voluntad de los sudafricanos.

Todavía hay trabajo por hacer en Sudáfrica. Falta camino que recorrer para una reconciliación profunda. Pero el camino iniciado por Mandela está sobre buenas bases. Sus enseñanzas de tolerancia, unidad, Ubuntu y de fortaleza en la diversidad deben ser acogidas por todos.

A Mandela no le llora solo su clan en particular. O Sudáfrica en general. A Mandela lo lloramos todos. Sin importar nuestro color de piel o idioma. Le lloramos  el mundo entero. Su vida, obra y carisma es global. Fue un ciudadano del mundo. Sus enseñanzas deben ser imbuidas a nivel celular. En la esencia misma de nuestra vida.  Solo así podremos hacer de esta diversidad humana, la herramienta para la construcción de un presente mejor. El futuro nunca llega. Es el ahora el que debemos mejorar.

Buen viento y buena mar Mandela… Así como escribí para tu liberación en la década de 1980, ahora te escribo para decirte que gracias a ti, soy una mejor persona…

[Publicado originalmente en el Diario El Tiempo de Cuenca el sábado 7 de diciembre del 2013 bajo http://www.eltiempo.com.ec/noticias-cuenca/133818-gracias-mandela/. El texto original fue publicado el 4 de julio del 2013 en este blog ante la noticia de la hospitalización de Mandela y el protagonismo de sus familiares en los medios de prensa mundial.]


lunes, 2 de diciembre de 2013

viendo volando

Hoy viajé a Quito. La primera vez en mucho tiempo. La primera vez en que lo único que quería era sentarme y ver el paisaje por la ventana del avión. En los 150° de visión desde mi ventana aérea, se vieron montañas y los planos costeros.  Mi ánimo era ese, el contemplativo.

Hoy es la primera vez que veo el callejón interandino comprendido entre Cuenca y Quito en su totalidad. Vi montañas escarpadas y otras redondas. Vi serpientes de concreto y asfalto ondulantes. Esas que nos unen en abrazos, prosperidad, desarrollo y progreso. Vi casas, construcciones, carros y – con algo de imaginación – personas. Humanitos, como dice mi hijo Theo.

Vi montañas secas y con sed, de color café. Otras de color plomo. El plomo que nos ponemos cuando estamos tristes. Vi remanentes de bosque nativo y chaparro que se escondían en encañadas. Vi ríos ondulantes llevadores de vida. Vi parches verdes rodeados de tierra suelta. Como refugiados de guerra en un ambiente hostil. Vi parches de verde colorido, de amarillo colorido. De café sin color.

Vi lagunas rodeadas del verdor propio que da el agua – la fuente de vida. Las vi huérfanas. Solas luchando contra un desierto que avanza a pasos agigantados. Vi parches de vegetación protegidos por árboles. Como peones en enroque. Protegiendo al rey del jaque.

Vi el majestuoso Chimborazo sin su túnica blanca. Estaba con calor. Solo tenía nieve en la cima y en el flanco oriental. Se veían las laderas aluviales con surcos, grietas y encañadas plomas. Del plomo triste.  Le vi triste. Me vi – a mi misma – triste. También vi a los Illinizas con un piti de nieve en la punta más puntuda del uno, que soportaba la mirada envidiosa del otro que no tenía nada.

[Foto del Chimborazo el 28 de noviembre 2013, Verónica Toral]

Vi invernaderos rectangulares, como la columna vertebral de la producción, armónicos entre sí. Que representan, en su mayoría, jaulas de vegetación foránea. Vi canteras amarillas flanqueadas por quebradas escarpadas y humanitos en franco movimiento.

Hoy es la primera vez que veo a mi país de sur a norte – casi completo. Es la primera vez que lo veo y me siento triste. Triste por el avance humano y su ola cambiante. Ese progreso que nos está quitando el mismo sustento del desarrollo. Es un círculo vicioso.

Triste porque mi vecino de asiento no se inmutó cuando le mostré el majestuoso Chimborazo agonizante, o los Illinizas moribundos, o las nubes de polvo entre medio. Triste porque ni bien aterrizamos en Quito, todos prendimos el celular y nos paramos apretados a esperar que nos abran la puerta a lo cotidiano. El Chimborazo acalorado no nos hizo mella.


¿Qué pasará con nuestro Escudo Nacional si el majestuoso Chimborazo ya no es tal?

[publicado el 6 de diciembre del 2013 en el Diario El Tiempo de Cuenca  http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/8075-viendo-volando/]